A
la sazón, en el año de mil quinientos treinta y uno, a pocos días del
mes de diciembre, sucedió que había un pobre indio, de nombre Juan
Diego, según se dice, natural de Cuautitlán..
Primera aparición
“Era sábado muy de madrugada cuando Juan Diego venía en pos del culto divino y de sus mandatos a Tlatilolco.
Al llegar junto al cerrito llamado Tepeyacac, amanecía; y oyó cantar
arriba del cerro; semejaba canto de varios pájaros; callaban a ratos las
voces de los cantores; y parecía que el monte les respondía. Su canto,
muy suave y deleitoso, sobrepasaba al del coyoltótotl y del tzinizcan y
de otros pájaros lindos que cantan.
Se paró Juan Diego para ver y
dijo para sí: “Por ventura soy digno de lo que oigo?, Quizás sueño?, Me
levanto de dormir?, Dónde estoy?, Acaso en el paraíso terrenal, que
dejaron dicho los viejos, nuestros mayores?, Acaso ya en el cielo?”
Estaba viendo hacia el oriente, arriba del cerrillo, de donde procedía
el precioso canto celestial.
Y así que cesó repentinamente y se
hizo el silencio, oyó que le llamaban de arriba del cerrito y le decían:
“Juanito, Juan Dieguito.”
Luego se atrevió a ir a donde le
llamaban. No se sobresaltó un punto, al contrario, muy contento, fue
subiendo el cerrillo, a ver de dónde le llamaban.
Cuando llegó a la cumbre vió a una señora, que estaba allí de pie y que le dijo que se acercara.
Llegado a su presencia, se maravilló mucho de su sobrehumana grandeza:
su vestidura era radiante como el sol; el risco en que posaba su planta,
flechado por los resplandores, semejaba una ajorca de piedras
preciosas; y relumbraba la tierra como el arco iris. Los mezquites,
nopales y otras diferentes hierbecillas que allí se suelen dar parecían
de esmeralda; su follaje, finas turquesas; y sus ramas y espinas
brillaban como el oro.
Se inclinó delante de ella y oyó su palabra, muy suave y cortés, cual de quien atrae y estima mucho.
Ella le dijo: “Juanito, el mas pequeño de mis hijos, dónde vas?”
El respondió: Señora y Niña mía, tengo que llegar a tu casa de México
Tlatilolco, a seguir las cosas divinas, que nos dan y enseñan nuestros
sacerdotes, delegados de Nuestro Señor”.
Ella luego le habló y le
decubrió su santa voluntad. Le dijo: “Sabe y ten entendido, tú el más
pequeño de mis hijos, que yo soy la siempre Virgen María, Madre del
verdadero Dios por quien se vive: del Creador cabe quien está todo:
Señor del cielo y de la tierra. Deseo vivamente que se me erija aquí un
templo, para en él mostrar y dar todo mi amor, compasión, auxilio y
defensa, pues yo soy vuestra piadosa madre, a tí, a todos vosotros
juntos los moradores de esta tierra y a los demás amadores míos que me
invoquen y en mi confíen; oír allí sus lamentos y remediar todas sus
miserias, penas y dolores.
Y para realizar lo que mi clemencia
pretende, ve al palacio del Obispo de México y le dirás cómo yo te envío
a manifestarle lo que deseo, que aquí me edifique un templo: le
contarás puntualmente cuanto has visto y admirado, y lo que has oído.
Ten por seguro que te lo agradeceré bien y lo pagaré, porque te haré
feliz y merecerás mucho que yo recompense el trabajo y fatiga con que
vas a procurar lo que te encomiendo. Mira que ya has oído mi mandato
hijo mío el mas pequeño, anda y pon todo tu esfuerzo.”
Juan Diego contestó: Señora mía, ya voy a cumplir tu mandato; por ahora me despido de ti, yo tu humilde siervo.”
Luego bajó, para ir a hacer su mandato; y salió a la calzada que viene en línea recta a México.”
Segunda aparición
“Habiendo entrado sin delación en
la ciudad, Juan Diego se fué en derechura al palacio del obispo que era
el prelado que muy poco antes había venido y se llamaba Fray Juan de
Zumárraga, religioso de San Francisco.
Apenas llegó trató de verle;
rogó a sus criados que fueran a anunciarle. Y pasado un buen rato,
vinieron a llamarle, que había mandado el señor Obispo que entrara.
Luego que entró, en seguida le dió el recado de la Señora del Cielo; y
también le dijo cuanto admiró, vió y oyó. Después de oír toda su plática
y su recado, pareció no darle crédito. El Obispo le respondió; “Otra
vez vendrás, hijo mío, y te oiré más despacio; lo veré muy desde el
principio y pensaré en la voluntad y deseo con que has venido.” Juan
Diego salió y se vino triste, porque de ninguna manera se realizó su
mensaje.
En el mismo día se volvió; se vino derecho a la cumbre del
cerrito, y acertó con la Señora del Cielo, que le estaba aguardando,
allí mismo donde le vió la primera vez: “Señora, la mas pequeña de mis
hijas. Niña mía, fuí a donde me enviaste a cumplir tu mandato, le vi y
le expuse tu mensaje, así como me advertiste; me recibió benignamente y
me oyó con atención; pero en cuanto me respondió, apareció que no lo
tuvo por cierto.
Me dijo: Otra vez vendrás, te oiré mas despacio, veré muy desde el principio el deseo y voluntad con que has venido.
Comprendí perfectamente en la manera que me respondió que piensa que es
quizás invención mía que tú quieres que aquí te hagan un templo y que
acaso no es de orden tuya; por lo cual te ruego encarecidamente, Señora y
Niña mía, que a alguno de los principales, conocido y respetado y
estimado, le encargues que lleve tu mensaje, para que le crean; porque
yo soy solo un hombrecillo, soy un cordel, soy una escalerilla de
tablas, soy cola, soy hoja, soy gente menuda, y tú, Niña mía, la mas
pequeña de mis hijas, Señora, me envías a un lugar por donde no ando y
donde no paro. Perdóname que te cause pesadumbre y caiga en tu enojo,
Señora y Dueña mía.”
Le respondió la Santísima Virgen: “Oye, hijo
mío el mas pequeño, ten entendido que son muchos mis servidores y
mensajeros a quienes puedo encargar que lleven mi mensaje y hagan mi
voluntad; pero es de todo punto preciso que tu mismo solicites y ayudes y
que con tu mediación se cumpla mi voluntad. Mucho te ruego, hijo mío el
mas pequeño, y con rigor te mando, que otra vez vayas mañana a ver al
Obispo. Dale parte en mi nombre y hazle saber por entero mi voluntad:
que tiene que poner por obra el templo que le pido. Y otra vez dile que
yo en persona, la siempre Virgen Santa María, Madre de Dios, te envía.”
Respondió Juan Diego: “Señora y Niña mía, no te cause yo aflicción; de
muy buena gana iré a cumplir tu mandato; de ninguna manera dejaré de
hacerlo ni tengo por penoso el camino. Iré a hacer tu voluntad, pero
acaso no seré oído con agrado; o si fuese oído, quizás no me creerá.
Mañana en la tarde cuando se ponga el sol vendré a dar razón de tu
mensaje, con lo que responda el prelado. ya me despido, Hija mía, la mas
pequeña, mi Niña y Señora. Descansa entretanto.”
Luego se fue él a descansar a su casa.
Tercera aparición
“Al día siguiente, domingo muy de
madrugada, salió de su casa y se vino derecho a Tlatilolco a instruirse
de las cosas divinas y estar presente en la cuenta para ver en seguida
al prelado. casi a las diez, se aprestó, después de que se oyó Misa y se
hizo la cuenta y se dispersó el gentío. Al punto se fue Juan Diego al
palacio del señor Obispo.
Apenas llegó, hizo todo empeño para
verle: otra vez con mucha dificultad le vió; se arrodilló a sus piés; se
entristeció y lloró al exponerle el mandato de la Señora del Cielo, que
ojalá que creyera su mensaje y la voluntad de la Inmaculada de erigirle
su templo donde manifestó que lo quería.
El señor Obispo, para
cerciorarse le preguntó muchas cosas, donde la vió y cómo era; y el
refirió todo perfectamente al señor Obispo. Más aunque explicó con
precisión la figura de ella y cuanto había visto y admirado, que en todo
se decubría ser ella la siempre Virgen Santísima Madre del Salvador
Nuestro Señor Jesucristo; sin embargo, el (Obispo) no le dió crédito y
dijo que no solamente por su plática y solicitud se había de hacer lo
que pedía; que, además, era muy necesaria alguna señal para que se le
pudiera creer que le enviaba la misma Señora del cielo.
Así que lo
oyó dijo Juan Diego al Obispo: “Señor, mira cual ha de ser la señal que
pides; que luego iré a pedírsela a la Señora del Cielo que me envió
acá.” Viendo el Obispo que ratificaba todo sin dudar ni retractar nada,
le despidió.
Mandó inmediatamente unas gentes de su casa, en
quienes podía confiar, que le vinieran siguiendo y vigilando mucho a
dónde iba y a quién veía y hablaba.
Así se hizo. Juan Diego se vino
derecho y caminó la calzada; los que venían tras él, donde pasa la
barranca, cerca del puente del Tepeyacac, le perdieron; y aunque más
buscaran por todas partes, en ninguna le vieron.
Así es que se regresaron, no solamente porque se fastidiaron, sino también porque les estorbó su intento y les dió enojo.
Eso fueron a informar al señor Obispo, inclinándose a que no le
creyera: le dijeron que nomas le engañaba; que nomas forjaba lo que
venía a decir, o que únicamente soñaba lo que decía y pedía; y en suma
discurrieron que si otra vez volvía le habían de coger y castigar con
dureza, para que nunca más mintiera y engañara.
Entre tanto, Juan
Diego estaba con la Santísima Virgen, diciéndole la respuesta que traía
del señor Obispo; la que oída por la Señora le dijo: “Bien está hijito
mío, volverás aquí mañana para que lleves al Obispo la señal que te ha
pedido; con esto te creerá y acerca de esto ya no dudará ni de tí
sospechará; y sábete, hijito mío, que yo te pagaré tu cuidado y el
trabajo y cansancio que por mí has emprendido; ea, vete ahora, que
mañana aquí te aguardo.”
Cuarta aparición
“Al día siguiente, lunes, cuando
tenía que llevar Juan Diego alguna señal para ser creído, ya no volvió.
Porque cuando llegó a su casa, a un tío que tenía, llamado Juan
Bernardino, le había dado enfermedad, y estaba muy grave. Primero fué a
llamar a un médico y le auxilió; pero ya no era tiempo, ya estaba muy
grave.
Por la noche, le rogó su tío que de madrugada saliera y
viniera a Tlatilolco a llamar a un sacerdote, que fuera a confesarle y
disponerle, porque estaba muy cierto de que era tiempo de morir y que ya
no se levantaría ni sanaría.
El martes, muy de madrugada, se vino
Juan Diego de su casa a Tlatilolco a llamar al sacerdote; y cuando venía
llegando al camino que sale junto a la ladera del cerrillo del
Tepeyacac, hacia el poniente por donde tenía costumbre de pasar, dijo:
“Si me voy derecho, no sea que me vaya a ver la Señora, y en todo caso
me detenga, para que lleve la señal al prelado, según me previno; que
primero nuestra aflicción nos deje y primero llame yo de prisa al
sacerdote; el pobre de mi tío lo está ciertamente aguardando.”
Luego dió vuelta al cerro; subió por entre él y pasó al otro lado, hacia
el oriente, para llegar pronto a México y que no le detuviera la Señora
del Cielo.
Pensó que por donde dió la vuelta no podia verle la que
está mirando bien a todas partes. La vió bajar de la cumbre del
cerrillo y que estuvo mirando hacia donde antes él la veía. Salió a su
encuentro a un lado del cerro y le dijo: “Que hay, hijo mío el mas
pequeño? a dónde vas?”
Se apenó él unpoco, o tuvo verguenza, o se
asustó. Se inclinó delante de ella y la saludó, diciendo: “Niña mía, la
mas pequeña de mis hijas. Señora, ojalá estes contenta. Como has
amanecido? estás bien de salud, Señora y Niña mía? Voy a causarte
aflicción: sabe, Niña mía, que está muy malo un pobre siervo tuyo, mi
tío: le ha dado la peste, y está para morir. Ahora voy presuroso a tu
casa de México a llamar a uno de los sacerdotes amados de Nuestro Señor,
que vaya a confesarle y disponerle; porque desde que nacimos vinimos a
aguardar el trabajo de nuestra muerte. Pero sí voy a hacerlo, volveré
luego otra vez aquí, para ir a llevar tu mensaje. Señora y Niña mía,
perdóname, ténme por ahora paciencia; no te engaño. Hija mía la mas
pequeña, mañana vendré a toda prisa.”
Después de oír la plática de Juan Diego, respondió la piadosísima Virgen:
“Oye y ten entendido hijo mío el mas pequeño, que es nada lo que te
asusta y aflije; no se turbe tu corazón; no temas esa enfermedad, ni
otra alguna enfermedad y angustia. No estoy yo aquí? No soy tu Madre? No
estás bajo mi sombra? No soy yo tu salud? No estás por ventura en mi
regazo? Qué mas has menester? No te apene ni te inquiete otra cosa; no
te aflija la enfermedad de tu tío, que no morirá ahora de ella; está
seguro de que sanó.” (Y entonces sanó su tío, según después se supo).
Cuando Juan Diego oyó estas palabras de la Señora del Cielo consoló
mucho; quedó contento. Le rogó que cuanto antes se despachara a ver al
señor Obispo, a llevarle alguna señal y prueba, a fin de que creyera.
La Señora del Cielo le ordenó luego que subiera a la cumbre del
cerrito, donde antes la veía. Le dijo: “Sube, hijo mío el mas pequeño, a
la cumbre del cerrito; allí donde me viste y te dí órdenes, hallarás
que hay diferentes flores; córtalas, júntalas, recógelas; en seguida
baja y tráelas a mi presencia.”
Al punto subió Juan Diego al
cerrillo. Y cuando llegó a la cumbre, se asombró mucho de que hubieran
brotado tantas varias exquisitas rosas de Castilla, antes del tiempo en
que se dan, porque a la sazón se encrudecía el hielo.
Estaban muy
fragantes y llenas del rocío de la noche, que semejaba perlas preciosas.
Luego empezó a cortarlas; las juntó todas y las hechó en su regazo.
La cumbre del cerrito no era lugar en que se dieran ningunas flores,
porque tenía muchos riscos, abrojos, espinas, nopales y mezquites; y si
se solían dar hierbecillas, entonces era el mes de diciembre, en que
todo lo come y echa a perder el hielo.
Bajó inmediatamente y trajo a
la Señora del Cielo las diferentes flores que fue a cortar; la que, así
como las vió, las cogió con su mano y otra vez se las echó en el
regazo, diciéndole: “Hijo mío el mas pequeño, esta diversidad de flores
es la prueba y señal que llevarás al Obispo. Le dirás en mi nombre que
vea en ella mi voluntad y que él tiene que cumplirla. Tú eres mi
embajador, muy digno de confianza. Rigurosamente te ordeno que sólo
delante del Obispo despliegues tu manta y descubras lo que llevas.
Contarás bien todo; dirás que te mandé subir a la cumbre del cerrito,
que fueras a cortar flores, y todo lo que viste y admiraste, para que
puedas inducir al prelado a que dé su ayuda, con objeto de que se haga y
erija el templo que he pedido.”
Después que la Señora del Cielo le
dio su consejo, se puso en camino por la calzada que viene derecho a
México; ya contento y seguro de salir bien, trayendo con mucho cuidado
lo que portaba en su regazo, no fuera que algo se le soltara de las
manos, gozándose en la fragancia de las variadas hermosas flores.
El milagro de la imagen
Al llegar Juan Diego al palacio del Obispo salieron a su encuentro el mayordomo y otros criados del prelado.
Les rogó que le dijeran que deseaba verle; pero ninguno de ellos quiso,
haciendo como que no le oían, sea porque era muy temprano, sea porque
ya le conocían, que solo los molestaba, porque les era inoportuno;
además ya les habían informado sus compañeros que le perdieron de vista,
cuando habían ido en su seguimiento.
Largo rato estuvo esperando.
Ya que vieron que hacía mucho que estaba allí, de pie, cabizbajo, sin
hacer nada, por si acaso era llamado; y que al parecer traía algo que
portaba en su regazo, se acercaron a él, para ver lo que traía y
satisfacerse.
Viendo Juan Diego que no les podía ocultar lo que
traía, y que por eso le habían de molestar, empujar y aporrear,
descubrió un poco que eran flores; y al ver que todas eran diferentes, y
que no era entonces el tiempo en que se daban, se asombraron muchísimo
de ello, lo mismo de que estuvieran muy frescas, y tan abiertas, tan
fragantes y tan preciosas. Quisieron coger y sacarle algunas; pero no
tuvieron suerte las tres veces que se atrevieron a tomarlas; porque
cuando iban a cogerlas ya no se veían verdaderas flores, sino que les
parecían pintadas o labradas o cosidas en la manta.
Fueron luego a
decirle al señor Obispo lo que habían visto y que pretendía verle el
indito que tantas veces había venido; el cual hacía mucho que por eso
aguardaba, queriendo verle.
Cayó, al oírlo, el señor Obispo en la
cuenta de que aquello era la prueba, para que se certificara y cumpliera
lo que solicitaba el indito. En seguida mandó que entrara a verle.
Luego que entró, se humilló delante de él, así como antes lo hiciera, y
contó de nuevo todo lo que había visto y admirado, y también su
mensaje.
(Juan Diego)le dijo: “Señor, hice lo que me ordenaste, que
fuera a decir a mi Ama, la Señora del Cielo, Santa María preciosa Madre
de Dios, que pedías una señal para poder creerme que le has de hacer el
templo donde ella te pide que lo erijas; y además le dije que yo te
había dado mi palabra de traerte alguna señal y prueba, que me
encargaste, de su voluntad. Condescendió a tu recado y acogió
benignamente lo que pides, alguna señal y prueba para que se cumpla su
voluntad.
Hoy muy temprano me mandó que otra vez viniera a verte;
le pedí la señal para que me creyeras, según me había dicho que me la
daría; y al punto lo cumplió; me despachó a la cumbre del cerrillo,
donde antes ya la viera, a que fuese a cortar varias flores. Después que
fuí a cortarlas las traje abajo; las cogió con su mano y de nuevo las
echó en mi regazo, para que te las trajera y a ti en persona te las
diera.
Aunque yo sabía bien que la cumbre del cerrillo no es lugar
para que se den flores, porque solo hay muchos riscos, abrojos, espinas,
nopales y mezquites, no por eso dudé. Cuando fuí llegando a la cumbre
del cerrillo ví que estaba en el paraíso, donde había juntas todas las
varias y exquisitas rosas de castilla, brillantes de rocío, que luego
fuí a cortar.
Ella me dijo por qué te las había de entregar; y así
lo hago, para que en ellas veas la señal que me pides y cumplas su
voluntad; y también para que aparezca la verdad de mi palabra y de mi
mensaje.
Hélas aquí: recíbelas.”
Desenvolvió luego su manta,
pues tenía en su regazo las flores; y así que se esparcieron por el
suelo todas las diferentes flores, se dibujó en ella de repente la
preciosa imagen de la siempre Virgen Santa María, Madre de Dios, de la
manera que está y se guarda hoy en su templo del Tepeyacac, que se
nombra Guadalupe.
Luego que la vió el señor Obispo, él y todos los
que allí estaban, se arrodillaron; mucho la admiraron; se levantaron a
verla, se entristecieron y acongojaron, mostrando que la contemplaron
con el corazón y el pensamiento.
El señor Obispo con lágrimas de
tristeza oró y le pidió perdón de no haber puesto en obra su voluntad y
su mandato. Cuando se puso de pie desató del cuello de Juan Diego, del
que estaba atada, la manta en que se dibujó y apareció la Señora del
Cielo.
Luego la llevó y fue a ponerla en su oratorio. Un día más permaneció Juan Diego en la casa del Obispo, que aún le detuvo.
Al día siguiente le dijo: “Ea, a mostrar dónde es voluntad de la Señora
del Cielo que le erijan su templo.” Inmediatamente se invitó a todos
para hacerlo.
Aparición a Juan Bernardino
No bien señaló Juan Diego dónde
había mandado la Señora del Cielo que se levantara su templo, pidió
licencia de irse. Quería ahora ir a su casa a ver a su tío Juan
Bernardino; el cual estaba muy grave cuando le dejó y vino a Tlatilolco a
llamar un sacerdote, que fuera a confesarle y disponerle, y le dijo la
Señora del Cielo que ya había sanado.
Pero no le dejaron ir solo,
sino que le acompañaron a su casa. Al llegar vieron a su tío que estaba
muy contento y que nada le dolía.
Se asombró mucho de que llegara
acompañado y muy honrado su sobrino; a quien preguntó la causa de que
así lo hicieran y que le honraran mucho. Le respondió su sobrino que,
cuando partió a llamar al sacerdote que le confesara y dispusiera, se le
apareció en el Tepeyacac la Señora del Cielo; la que, diciéndole que no
se afligiera que ya su tío estaba bueno, con mucho se consoló, le
despachó a México, a ver al señor Obispo, para que le edificara una casa
en el Tepeyacac. Manifestó su tío ser cierto que entonces le sanó y que
la vió del mismo modo en que se aparecía a su sobrino; sabiendo por
Ella que le había enviado a México a ver al Obispo.
También
entonces le dijo la Señora de cuando él fuera a ver al Obispo, le
revelara lo que vió y de que manera milagrosa le había sanado; y que
bien le nombraría, así como bien había de nombrarse su bendita imagen,
la siempre Virgen Santa María de Guadalupe.
Trajeron luego a Juan Bernardino a presencia del señor obispo; a que viniera a informarle y atestiguar delante de él.
A ambos, a él y a su sobrino, los hospedó el Obispo en su casa algunos
días, hasta que se erigió el templo de la Reina en el Tepeyacac, donde
la vió Juan Diego.
El señor Obispo trasladó a la Iglesia Mayor la
santa imagen de la amada Señora del Cielo: la sacó del oratorio de su
palacio donde estaba, para que toda la gente viera y admirara su bendita
imagen.
La ciudad entera se conmovió: venía a ver y admirar su
devota imagen y a hacerle oración. Mucho le maravillaba que se hubiese
aparecido por milagro divino; porque ninguna persona de este mundo pintó
su preciosa imagen.
Fuerteventura, Mayo 2005
No hay comentarios:
Publicar un comentario